Con un gesto insólito – una carta enviada a la Repubblica –, el papa Francisco ha respondido a las preguntas que Eugenio Scalfari había planteado en los últimos meses a propósito de la encíclica Lumen fidei.
¿Qué razones han movido al Pontífice? El deseo de «recorrer juntos parte del camino», mostrando con ello hasta qué punto quiere ser el primero en poner en práctica la «cultura del encuentro». ¿Qué es lo que le permite recorrer un trecho de camino con quien piensa de forma distinta, en este caso concreto con el fundador de la Repubblica? La necesidad que tienen ambos, en cuanto personas, de esa luz que permite vivir lo mejor posible como hombres. «A mí también me gustaría que la luz consiguiera penetrar y disolver las tinieblas», ha respondido Scalfari al ofrecimiento del papa Francisco.
Este deseo de una luz para no perder el camino constituye el criterio para el diálogo entre nosotros los hombres. Toda experiencia de la vida se ve juzgada al final por esta exigencia que llevamos dentro y que constituye el fondo más profundo de nuestra persona. La lealtad con este deseo es lo que estimula a los hombres al verdadero diálogo, lo que muestra, en ultima instancia, el interés por la propia vida. El hombre moderno ha tratado de responder a esta exigencia con las “luces” de la racionalidad. ¿Es posible para un hombre moderno, tan celoso de su autonomía, de su razón, y para un sucesor de Pedro, establecer un diálogo leal, no ficticio? El papa Francisco y Eugenio Scalfari nos han demostrado que sí. Pero nos han mostrado también cuál es el terreno de un auténtico diálogo: no el enfrentamiento dialéctico, sino el encuentro de dos experiencias humanas. El diálogo es posible, pero sólo si cada uno está dispuesto a poner en juego su propia experiencia de la vida. El papa Francisco ha aceptado jugar la partida en este terreno, sin poner en juego más “autoridad” que su experiencia personal de hombre deseoso de la luz: «La fe, para mí, nació del encuentro con Jesús. Un encuentro personal, que tocó mi corazón y dio una nueva dirección y un nuevo sentido a mi existencia. Pero, al mismo tiempo, un encuentro que ha sido posible gracias a la comunidad de fe en la que he vivido. Créame – confiesa a Scalfari –, sin la Iglesia no hubiera podido encontrar a Jesús, si bien soy consciente de que este inmenso don que es la fe lo guardan las frágiles vasijas de barro de nuestra humanidad». El papa Francisco describe, Evangelio en mano, cómo ha sido posible desde el principio del cristianismo la fe como una adhesión razonable. Esta adhesión se sostiene por entero en el reconocimiento de esa “autoridad” de Jesús, «que sale de dentro y que se impone por sí misma», que le ha sido dada por Dios «para que la use en favor de los hombres». «La originalidad de la fe cristiana se centra precisamente en la encarnación del Hijo de Dios», que «no ha sido revelada para crear una separación insuperable entre Jesús y todos los demás». Por el contrario, continúa el Papa, «la singularidad de Jesús es para la comunicación, no para la exclusión». Esto significa que sólo es posible percibir la verdad de la fe – la luz que disuelve las tinieblas – dentro de una relación. Como ha observado de forma aguda Salvatore Veca, «el Pontífice expone una idea de la verdad fundada en una relación. No es ciertamente una verdad mutable, pero es imposible aislarla, inmunizarla de los contactos externos, esculpirla en roca, porque vive únicamente en la relación, y es por tanto, abierta por naturaleza» (Corriere della Sera, 12 septiembre 2013). ¿Podrá acaso la luz de la fe interesar a un hombre que no quiere renunciar a nada de su razón y de su libertad? ¿No la sentirá tal vez como una constante mortificación de su propia humanidad? Por decirlo con palabras de Dostoievski, «un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, verdaderamente creer, en la divinidad del hijo de Dios, Jesucristo?». Nietzsche acusaba a la fe cristiana, escribe el Papa en la Lumen fidei, de haber «rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro» (n.2). La encíclica no se sustrae a este desafío, es más, lo lanza de nuevo: «Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija» (n.3). En cambio, la luz de la fe interesará únicamente a aquellos que no reducen su humanidad y su deseo. En este sentido, me ha resultado conmovedor ver a dos personas como Francisco y Scalfari confrontarse como hombres sobre el propio camino de vida. Aquí reside el valor del diálogo instaurado por el Papa, como indicación a la Iglesia de cuál es el camino a recorrer para un verdadero y auténtico diálogo. ¿Acaso no es esta la tarea de los cristianos y de la Iglesia? Testimoniar qué tipo de luz introduce la fe en la vida para afrontar las circunstancias de todos. A todos los que se encuentran con ellos les corresponde verificar si realmente esta luz puede ser útil para iluminar su vida. Es el riesgo que ha corrido Dios al hacerse uno entre los hombres. El diálogo entre el Pontífice y el periodista – tan fuera de los esquemas habituales y sin embargo tan fascinante – es una gran ayuda para el camino que todos debemos recorrer: cada uno debe comparar su propia experiencia de la vida con ese deseo de luz – de verdad, de belleza, de justicia, de felicidad, como diría don Giussani – que nos constituye. ¿Podemos reconocer en nuestra experiencia los signos de una respuesta a ese deseo tan inextirpable, que resiste y aflora incluso bajo montañas de escombros? Jean Guitton decía que el término «razonable designa a aquel que somete su razón a la experiencia». Con la carta a la Repubblica, el Obispo de Roma ha ofrecido a todos el testimonio de este sometimiento que arroja luz sobre las cosas. Encontrando una humanidad dispuesta a hacer un parte del camino juntos. No hay nada más deseable que encontrarse con compañeros de camino como estos.
Este deseo de una luz para no perder el camino constituye el criterio para el diálogo entre nosotros los hombres. Toda experiencia de la vida se ve juzgada al final por esta exigencia que llevamos dentro y que constituye el fondo más profundo de nuestra persona. La lealtad con este deseo es lo que estimula a los hombres al verdadero diálogo, lo que muestra, en ultima instancia, el interés por la propia vida. El hombre moderno ha tratado de responder a esta exigencia con las “luces” de la racionalidad. ¿Es posible para un hombre moderno, tan celoso de su autonomía, de su razón, y para un sucesor de Pedro, establecer un diálogo leal, no ficticio? El papa Francisco y Eugenio Scalfari nos han demostrado que sí. Pero nos han mostrado también cuál es el terreno de un auténtico diálogo: no el enfrentamiento dialéctico, sino el encuentro de dos experiencias humanas. El diálogo es posible, pero sólo si cada uno está dispuesto a poner en juego su propia experiencia de la vida. El papa Francisco ha aceptado jugar la partida en este terreno, sin poner en juego más “autoridad” que su experiencia personal de hombre deseoso de la luz: «La fe, para mí, nació del encuentro con Jesús. Un encuentro personal, que tocó mi corazón y dio una nueva dirección y un nuevo sentido a mi existencia. Pero, al mismo tiempo, un encuentro que ha sido posible gracias a la comunidad de fe en la que he vivido. Créame – confiesa a Scalfari –, sin la Iglesia no hubiera podido encontrar a Jesús, si bien soy consciente de que este inmenso don que es la fe lo guardan las frágiles vasijas de barro de nuestra humanidad». El papa Francisco describe, Evangelio en mano, cómo ha sido posible desde el principio del cristianismo la fe como una adhesión razonable. Esta adhesión se sostiene por entero en el reconocimiento de esa “autoridad” de Jesús, «que sale de dentro y que se impone por sí misma», que le ha sido dada por Dios «para que la use en favor de los hombres». «La originalidad de la fe cristiana se centra precisamente en la encarnación del Hijo de Dios», que «no ha sido revelada para crear una separación insuperable entre Jesús y todos los demás». Por el contrario, continúa el Papa, «la singularidad de Jesús es para la comunicación, no para la exclusión». Esto significa que sólo es posible percibir la verdad de la fe – la luz que disuelve las tinieblas – dentro de una relación. Como ha observado de forma aguda Salvatore Veca, «el Pontífice expone una idea de la verdad fundada en una relación. No es ciertamente una verdad mutable, pero es imposible aislarla, inmunizarla de los contactos externos, esculpirla en roca, porque vive únicamente en la relación, y es por tanto, abierta por naturaleza» (Corriere della Sera, 12 septiembre 2013). ¿Podrá acaso la luz de la fe interesar a un hombre que no quiere renunciar a nada de su razón y de su libertad? ¿No la sentirá tal vez como una constante mortificación de su propia humanidad? Por decirlo con palabras de Dostoievski, «un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, verdaderamente creer, en la divinidad del hijo de Dios, Jesucristo?». Nietzsche acusaba a la fe cristiana, escribe el Papa en la Lumen fidei, de haber «rebajado la existencia humana, quitando novedad y aventura a la vida. La fe sería entonces como un espejismo que nos impide avanzar como hombres libres hacia el futuro» (n.2). La encíclica no se sustrae a este desafío, es más, lo lanza de nuevo: «Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija» (n.3). En cambio, la luz de la fe interesará únicamente a aquellos que no reducen su humanidad y su deseo. En este sentido, me ha resultado conmovedor ver a dos personas como Francisco y Scalfari confrontarse como hombres sobre el propio camino de vida. Aquí reside el valor del diálogo instaurado por el Papa, como indicación a la Iglesia de cuál es el camino a recorrer para un verdadero y auténtico diálogo. ¿Acaso no es esta la tarea de los cristianos y de la Iglesia? Testimoniar qué tipo de luz introduce la fe en la vida para afrontar las circunstancias de todos. A todos los que se encuentran con ellos les corresponde verificar si realmente esta luz puede ser útil para iluminar su vida. Es el riesgo que ha corrido Dios al hacerse uno entre los hombres. El diálogo entre el Pontífice y el periodista – tan fuera de los esquemas habituales y sin embargo tan fascinante – es una gran ayuda para el camino que todos debemos recorrer: cada uno debe comparar su propia experiencia de la vida con ese deseo de luz – de verdad, de belleza, de justicia, de felicidad, como diría don Giussani – que nos constituye. ¿Podemos reconocer en nuestra experiencia los signos de una respuesta a ese deseo tan inextirpable, que resiste y aflora incluso bajo montañas de escombros? Jean Guitton decía que el término «razonable designa a aquel que somete su razón a la experiencia». Con la carta a la Repubblica, el Obispo de Roma ha ofrecido a todos el testimonio de este sometimiento que arroja luz sobre las cosas. Encontrando una humanidad dispuesta a hacer un parte del camino juntos. No hay nada más deseable que encontrarse con compañeros de camino como estos.
Por Julián Carrón - Publicado en La Razón el 29 de septiembre de 2013
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