Apuntes de la homilía de Julián Carrón en el funeral de su madre, Andrea Pérez. Getafe (Madrid), 1 de febrero de 2019
Esta es la experiencia que siempre he visto que vivía mi madre. En su sencillez absoluta ha vivido su vida determinada por el Señor. No hace falta ninguna particular formación, ninguna particular preparación, sino sólo el haber sido tocado, como ella ha sido tocada, por esta gracia que le ha permitido vivir delante de todos nosotros con esta conciencia, que determinaba lo más profundo de sí, mucho más allá de lo que ella consiguiera decir. De hecho decía la mayoría de las veces poco, más bien vivía del don último de sí, pero en este don último de sí prevalecía esta presencia, como decía a una de mis sobrinas, cuando en las últimas semanas le preguntaba sobre ella, sobre su vida y su relación con el Señor.
En ella vemos la victoria de Cristo. "Para esto murió y resucitó Cristo, para ser Señor de vivos y muertos" (Rm 14,9), para que sea su presencia la que domina la vida, para que sea esa presencia la que nos mueva también a nosotros. Por eso, como hemos dicho en el salmo, "el Señor es mi pastor, nada me falta. Aunque vaya por cañadas oscuras, nada temo porque tú vas conmigo" (Sal23,4). Esta es la certeza que invade la vida ahora, delante del cuerpo ya frío de mi madre. Siempre con su ternura, siempre con su certeza, siempre con su premura, su calor humano. Impresiona darle el último beso totalmente fría, y al mismo tiempo no estar determinado por esa frialdad, porque todo lo que ella ha vivido es lo que hemos escuchado en el Evangelio: "Padre [este es mi deseo], que los que estén conmigo estén donde yo estoy" (Jn 17,24).
Jesús ha conseguido contagiar este deseo a los que le conocen. No era simplemente el deseo de Jesús de tenernos cerca, sino que ha conseguido suscitar en aquellos que le conocen el deseo de estar con Él. Mi madre no quería otra cosa, no deseaba otra cosa. "¿Pero cuándo me llevas, Señor, contigo?". Todo lo ha determinado este deseo, que ya no es solo el deseo de Cristo de que vivamos con Él, como si uno debiera sufrir las consecuencias de este deseo que tiene Cristo, sino que es el deseo de estar con Él que Jesús ha conseguido despertar en lo más íntimo de cada uno de nosotros.
Por eso, siempre que uno tan querido se va, lo único que cabe, lo único que queda, es la lástima de no poder ir con él porque, como dice san Pablo, "estar con Cristo es lo mejor" (cf. Flp 1,23). Por eso hoy estamos, dentro del dolor de la separación, llenos de esta gloria que ella ya contempla, "para que estén conmigo donde yo estoy y contemplen mi gloria" (Jn 17,24). Finalmente, en toda su luminosidad, en todo su atractivo, en toda su capacidad de fascinación, aquella para la que hemos sido creados y a la que nosotros somos llamados.
Hoy agradecemos de nuevo al Señor esta certeza que la fe nos comunica por gracia. Porque nosotros no podríamos estar delante de una circunstancia así con una paz, con una certeza, como la que nos invade ahora si no fuera porque Él vence más allá de todas nuestras resistencias. Por eso pedimos para nosotros esta fe, para que los que quedamos, para los que tenemos todavía que continuar bregando en las dificultades normales de la vida, podamos estar determinados por esta certeza que hoy vemos brillar. Y para que podamos al mismo tiempo testimoniarnos que la vida no acaba aquí, la muerte es solo apariencia, es paso, es tránsito hacia aquella plenitud a la que todos estamos llamados. Pidiendo por ella, pedimos también que nos conceda a cada uno la gracia de poder vivir de esta forma.
JC
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